Me amaste con la punta de los dedos
y me condenaste a la eterna juventud.
No quisiste ver la verdad en mi sustancia.
¡Hiciste de mí la eterna anfitriona de un pecado capital!
Tan sólo tenías que leer —con la debida atención—
los signos de mi travesía y yo... no sería ficción.
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