La vi aquella tarde,
al sonar del aire
peregrino...
Mi existencia
—hasta ese instante—
breve de sueños,
de acostumbrados derroteros
y de rondar la orilla oscura,
repetirá por siempre,
su inolvidable maravilla.
Era mestiza.
Hija de un moro y una cautiva.
De temperamento audaz.
La noche habitaba en su cabello,
con esa belleza inasible y serena
que deshilvana metáforas
de un solo golpe.
Su carne morena
y vulnerable
jamás fue vasija
para ninguna semilla.
¡Como a las gacelas de la Meca,
cazarla estaba prohibido!
Desde los arcos del jardín,
tras la tenue cortina de agua,
rodeada de aquella
profusión absurda de flores,
la escuché,
esa vez y aún más...
Versada en poesía,
su voz prolongada
y ronca,
de enigmáticos silencios,
hacía desear conservarla
a toda costa.
De su piel emanaba
una agradable tibieza
y de sus ojos verdes,
tormentas estremecidas
que invitaban a estrenar
victorias inconfesables.
Su nombre era Laylâ
La amé...
Con un amor
enteramente puro
y de dulces tesituras.
En mi oscuridad
(olvidada tal vez, pero encendida)
ella, todavía,
dice y canta...
Fin.
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